miércoles, 5 de marzo de 2008

HE BEBIDO... HE DROGADO... ME HAN GOLPEADO


Son las seis en punto de la mañana, acabamos de llegar. Mi compañero de departamento, un tipo peculiar, 1.90 cms de estatura, 110 kilos de peso, con tendencia a la depresión, masoquista, adicto a la marihuana y al soft porno, se acostó de inmediato.

Mi cara aún está ensangrentada producto de los golpes que la noche recién pasada recibí a causa de mi amigo.

Anoche salimos él y yo a dar vueltas por el barrio puerto, en Valparaíso, pero no donde todo el mundo sale a bailar, sino que al bajo barrio puerto, ese con sus estrechos callejones, paredes orinadas por los ebrios de turno, con las habituales peleas callejeras, en el que las prostitutas son las damas de honor y en donde los carritos vende hot dog brotan como maleza en el prado.

Mi amigo, impulsado por sus sentimientos autodestructivos estaba ansioso por ir a ese lugar. Desde el principio supe que la idea era algo peligrosa, pero en el fondo, yo también necesitaba algo de adrenalina en mi cuerpo, adrenalina que un tipo con un trabajo de oficina de 10 horas diarias como yo, había perdido hace mucho tiempo entre torres de papeles, memos y burocracia administrativa.

Entramos a un par de tugurios, típicos lugares de puerto, con mucho humo, olor a vino agrio, tipos borrachos desparramados sobre las mesas y pocas chicas guapas.

Nos sentamos en un local con segundo piso y subterráneo. Había un pequeño escenario en el que un hombre de unos 50 años, pero cuyo aspecto correspondía al de alguien de 75, rasgaba una vieja y desafinada guitarra, y entonaba una vieja canción porteña… con su voz casi extinta de tanto cantar, dejaba oír un raspado “Valparaíso de mi amor”.

Nos pedimos un par de cervezas, que luego se convirtieron en cuatro, después en ocho y finalmente en dieciséis.

Nuestra mesa, ocupada hasta el más diminuto rincón, parecía un verdadero cementerio de botellas y de cigarrillos aplastados por nuestros dedos asesinos.

Varias veces en la noche tratamos de invitar a nuestra mesa a las pocas mujeres que pululaban por el lugar, ninguna aceptó nuestras propuestas, tal vez el olor a alcohol y nuestra cara de losers las ahuyentó de nosotros.

Lo más difícil fue salir en una pieza del lugar. Todo me daba vueltas y mis pies no respondían a las órdenes de caminar en línea recta que mi cerebro les enviaba.

De un lado al otro del pasillo que daba a la salida, mi amigo y yo fuimos tropezando con todo lo que encontramos a nuestro paso hasta estar fuera del lugar.

En la calle, a eso de las 3 a.m la cosa en el puerto se pone algo más peligrosa. Las personas van abandonando los locales nocturnos para irse a sus casas y producto de las borracheras es la hora en que más riñas se producen, provocadas muchas veces por un “es que me miró feo” o “hermanito deme un cigarrito”.

Para nuestra suerte, ese día no había mucha gente en las calles, tal ves debido al gran carnaval que se había montado en Valparaíso para que el pueblo se olvidara de los verdaderos problemas que tenía, carnaval que se estaba llevando a cabo lejos de donde nos encontrábamos.

Nos dirigimos a un paradero de micros para irnos al departamento. Para mí la noche ya había terminado y para mi desgracia sin mucha adrenalina que digamos.

De pronto, miro a mi compañero y me doy cuenta de que su rostro estaba algo descompuesto. Le pregunté “¿qué te pasa?” y me dijo “es que no me quiero ir a la casa” le pregunté “¿por qué no?” y me respondió “porque esta noche quiero que me golpeen”. Al terminar de decir estas palabras salió corriendo hacia la esquina de la calle en que estábamos y comenzó a insultar a un grupo de cerca de diez pendejos raperos. La respuesta no se hizo esperar. Patadas voladoras en su rostro, puntapiés en el suelo, puñetes a lo largo de su metro noventa de estatura y hasta tirones de pelo estaba recibiendo mi amigo.

Fue en ese minuto en que la adrenalina perdida volvió a mí y se apoderó de mis células nerviosas.

Salté encima de los tipos y empecé a desquitarme con ellos por todo lo que rondaba en mi cabeza en ese momento… la soledad, la poca plata, las deudas, la mierda de trabajo, la falta de amigos y un engaño amoroso. Creo que alcancé a golpear a un par de raperos antes de que cinco de ellos me cayeran encima.

Lo último que recuerdo fue la visión en cámara lenta de una zapatilla converse dirigiéndose directo a mi nariz. Después, todo fue oscuridad.

Al despertar, me costó un mundo abrir el ojo derecho y el izquierdo derechamente no lo pude abrir. Todo el cuerpo me dolía, mi boca tenía gusto a sangre y mi nariz estaba congestionada, tapada por un coágulo de sangre seca.

Mi amigo yacía a mi lado. Aún sin verme en un espejo supe, al ver su rostro, que lo habían golpeado más que a mí. Su cara parecía una papa.

Nos subimos a la primera micro que pasó, todos en ella nos miraban con espanto.

Ahora son las 6 de la mañana, tengo hambre, pienso comer un pan con mantequilla y aceitunas moradas con amargo de exportación.

Trato de abrir la boca para comer, pero no puedo, el dolor me lo impide, es más, el dolor en mi cuerpo comienza a incrementarse, pero… no me importa, no me importa en lo absoluto porque la adrenalina aún no se ha ido del todo, sigue ahí y me gusta. Tal vez mañana vaya por más.


Foto: flashman