martes, 26 de febrero de 2008

CUACA

Siempre lo llamaron del mismo modo, desde su niñez, desde que tiene memoria, desde que aplastó y mató con el pie a su primera mascota, un patito amarillo al que le decía “Cuaca”. Así lo bautizaron desde ese día, el Cuaca.

Nunca supo nombrar a los patos, les decía cuacas, por como graznan. No podía decir cuac-cuac, nunca pudo. En realidad nunca pudo decir nada correctamente, todo lo que decía tenía alguna falla, como por ejemplo, cuando se le preguntaba dónde trabajaba su padre, él respondía que en un "fisisenso", queriendo en realidad decir en un cervicentro.

Hoy, a sus 22 años, es un hombre hecho y derecho, un metro ochenta y nueve de estatura, moreno de ojos verdes, de músculos marcados, firmes, dentadura blanca y perfecta. Las mujeres, al verlo, se muerden los labios soñando con los suyos. Tiene aspecto de triunfador, pero… su única imperfección es el problema de lenguaje que arrastra consigo desde su niñez, producto de la poca estimulación paternal. Enamora mientras está con la boca cerrada y desencanta al emitir sonido alguno.

Es cocinero en un restaurant de comida rápida, relegado al fondo del local para evitar cualquier contacto con los potenciales clientes.

Cuaca sueña con ser actor de teatro. Es curioso, pero en sus sueños su lenguaje es perfecto, quizás por ello la fuerza de sus deseos es tan grande. Hace 4 años que salió del colegio. Es un chico extremadamente inteligente, su promedio de notas en el colegio bordeó la perfección y al dar las pruebas de selección para la Universidad fue aceptado en la carrera de Derecho en la mejor institución del país.

Sin embargo, al presentarse a clases el primer día, uno de sus profesores le recomendó retirarse de la carrera, debido a sus dificultades lingüísticas, cosa que hizo. Esto no lo afectó demasiado, ya que eligió esa carrera sólo para enorgullecer a su tía, persona que lo crío y con quien vive desde que sus padres murieron. Para él este revés académico más que un fracaso significaba una oportunidad, oportunidad para lanzarse con todas sus fuerzas en busca de sus soñados escenarios.

Cuaca siempre fue un niño solitario, de muy pocos amigos… más bien de ningún amigo. Su única compañía era una armónica que perteneció a su padre.

Posee una fijación enfermiza por las botas vaqueras. Desde pequeño las usó sagradamente de lunes a lunes, sin excepción. Cuando le preguntan por esta obsesión, él responde que viene desde que a los cinco años vio por primera vez en televisión la, como él dice, “sedial de El Zodo” (que, correctamente dicho se llama “El Zorro”), personaje montado y enmascarado, eternamente plantado sobre sus botas negras. Sin embargo, no era el color ni la forma del calzado lo que atraía la atención del Cuaca, sino que era el sonido que las botas hacían al posarse sobre cualquier superficie, especialmente sobre la madera. Ese taconeo y posterior crujido que salía desde este material era lo que lo extasiaba locamente.

Hoy, Cuaca vino hacia mí taconeando como siempre... lloró en mi hombro... Cuaca no es feliz.