domingo, 17 de febrero de 2008

FATIGA DE MATERIAL HUMANO


Dicen que la niñez deja huellas, marcas imborrables en toda persona, pero ¿qué tipo de marcas pueden haber llevado a un inocente niño a convertirse en el más despreciable de los seres dotados de conciencia y raciocinio? ¿Soy un monstruo? ¿Merezco algún tipo de compasión? ¿Soy culpable de ser lo que soy?

Desde niño recuerdo un hecho con particular detalle, ocurrió cuando tenía ocho años. Como en toda familia tercermundista, en mi casa trabajaba una mujer puertas adentro (dormía todos los días en casa y el día domingo era su día libre). Era una señora de unos cuarenta años, baja, regordeta, con unos enormes pechos caídos. Su pelo era rizado, le llegaba hasta un poco más abajo de los hombros, no era atractiva, para nada, pero recuerdo que poseía unos maravillosos ojos azules, cristalinos, de una mirada fuerte y penetrante. Lucía con orgullo una completa y blanca dentadura (cosa no muy común entre las nanas de mi barrio). Cada vez que se presentaba la ocasión, ella enseñaba sus dos hileras de blancas joyas, brillantes de blancura. Llevaba cerca de un año trabajando para nosotros por una miseria de sueldo, calculo que habrán sido unos $50.000 actuales, pero por necesidad, las personas son capaces de cualquier cosa, un verdadero abuso. Siempre conversaba conmigo, acerca de los dos hijos pequeños que tenía en el sur, del día en que se reuniría con ellos y de cuánto le gustaría verles crecer. Yo, con mis ocho años no tenía mucho que contarle, salvo preguntarle por qué mi padre golpeaba a mi madre como lo hacía. Ella solía decirme que era porque la amaba, porque a veces los adultos resuelven así sus problemas, porque Dios así lo quiso. No tocaba el tema frente a mi, salvo ante mis cuestionamientos, quizás por temor a que la acusase con mi madre, por miedo a quedar sin trabajo y perder las migajas que eran la única esperanza de reencontrarse con su familia, no lo sé, quizás no le interesaba lo que pasará con mi familia ni con mi vida. Lo cierto es, que a mi corta edad ella se convirtió en una confidente, mi vía de escape, mi huída hacia un mundo mejor, el mundo de las historias que ella narraba antes de dormirme, todos cuentos de su niñez, de la biblia y del niño Dios. Un día, como cualquier otro, estando yo jugando en el living de mi casa, los adornos de la repisa comenzaron a caer al suelo quebrándose en mil pedazos. Era un terremoto, el primero de mi vida (digo el primero porque con el tiempo he sido testigo de muchos otros, es una de las desventajas de nacer en un país sísmico, aunque al cabo de unos cuantos te acostumbras). Por un momento me quedé helado, no supe que hacer, no entendía lo que estaba pasando. Ese día, un sábado como a medio día mis padres estaban trabajando y me encontraba sólo con esta mujer. La escuché gritar como loca, gritaba mi nombre mientras registraba las habitaciones buscándome. Yo no dije nada, no quise hacerlo, no sé por qué. De pronto entró en el living, me tomó de un brazo y me llevó hacia la puerta de calle. Una vez que estábamos en el umbral, pude ver lo que sucedía en la calle, todo estaba fuera de foco, en un ángulo distinto del habitual. Sentía un movimiento ondulante bajo mis pies, como si el suelo fuera una alfombra y alguien lo estuviera sacudiendo para sacarle el polvo. Apenas podía mantenerme en pie. Fue en ese momento cuando la mujer tomó mi cabeza, la puso entre sus voluminosos pechos, asfixiándome y comenzó a decir “Señor, ten piedad de este niño, de este niño inocente. Este es tu hijo señor, no lo abandones, no te lo lleves Señor. Él no está preparado para morir Señor, todavía es un niño y no ha vivido”. El volumen y la desesperación del rezo fue incrementándose al hacerse más fuerte el movimiento de la tierra. Ella estaba aterrada, de pronto comenzó a llorar y a sollozar “Señor, que tu castigo no caiga sobre los inocentes”. Quitó mi cabeza de su asfixiante reposo, por un momento pude ver cómo desde los postes de luz volaban centellantes chispazos, cómo a lo lejos se escuchaban ruidos de explosiones y cómo dentro de la casa los estantes quedaban vacíos al caerse desde ellos todo lo que contenían. Su cara estaba hinchada por tanto llanto, me miró con sus bellos ojos azules, que por primera vez se volvieron frágiles y me dijo “mi niño, hoy nos toca morir a los dos”. Cayó de rodillas tomada de mis manos y siguió gimoteando desde el suelo. Yo estaba de pie, inmóvil. La contemplé por unos segundos para luego levantar mi vista y contemplar lo que sucedía.

En ese momento comprendí dos cosas. La primera, es que Dios no era tan bueno como me habían enseñado, como yo creía, también él era capaz de hacer el mal al ser humano, a los cientos que murieron ese día a causa del terremoto que sacudió la ciudad durante tres eternos minutos, a mi familia por haber destruido por completo el negocio de mi padre y por permitir el maltrato que éste propinaba a mi madre, sin hacer nada, sólo permaneciendo pasivo, testigo inmutable de esa injusticia, como un sádico voyerista, apoltronado en su cómodo trono celestial sin hacer nada al respecto.

La segunda cosa que saqué en limpio ese día fue el hecho de no haber sentido miedo alguno por lo que había sucedido, por no sentir pena por lo que podría sucederme, por la eventualidad de morir y no ver más a los que conocía. Pero, ¿por qué? ¿Por qué no reaccioné como todo el resto, como la mujer, como las personas que corrían aterradas por las calles, como los demás niños de mi edad que lloriqueaban sin cesar?, en fin, ¿por qué soy como soy?

En ese momento supe que era alguien distinto a los demás, alguien especial, alguien incapaz de ser empático, alguien… inhumano. ¿Acaso Dios me había hecho de esa manera, a imagen y semejanza suya, alguien incapaz de sentir, de conmoverse ante el sufrimiento ajeno?... tal vez sí. Por esa razón, soy inocente y no soy culpable de ser lo que soy. El verdadero y único culpable, es Dios.


Extracto de "Alma... 100% carne". Autor Dey (Luis Aylwin)