jueves, 7 de febrero de 2008

CUENTO ALMA


Una vez que asesinas a un ser vivo tu vida cambia por completo, pero no me refiero a cualquier ser vivo, como un insecto o una lagartija, sino más bien a un mamífero o a un ser dotado de abundante sangre, como un perro o un pájaro.

Primero lo tienes entre tus manos, con vida, luego lo matas y finalmente lo tiras por ahí, en cualquier lugar, sin ningún remordimiento al tratarse de seres que nadie reclamará como propios.

La primera emoción que surge es una especie de excitación mezclada con algo de desconsuelo, pero que rápidamente deja paso a una rica sensación de todopoder y vacío. Vacío por no tener nada más a la mano que asesinar. Es así que a la edad de ocho años cazaba pequeños pájaros con mis primos unos dos años más pequeños que yo. Una vez que teníamos tres o cuatro ejemplares sacaba desde el bolsillo de mi pantalón un calcetín huacho que había encontrado entre las cosas del lavado. Tomaba el pajarillo y ponía su cuerpo dentro del calcetín, imposibilitándolo de mover sus alas, y dejando solamente fuera su cabeza. El calcetín lo ponía sobre un viejo barril de madera. Después de eso, llevaba mi mano hasta el otro bolsillo de mi pantalón y extraía de él dos sartas de petardos o “cuetes” que había guardado, por dos meses, desde el año nuevo. En los años ochenta eran fáciles de conseguir, mis tíos llevaban bolsas y bolsas para que nosotros los hiciéramos explotar en navidad y en la noche de año nuevo. Desarmaba la sarta y sacaba uno a uno todos los petardos de ella. Los tomaba y los introducía dentro de la boca del plumífero. Esa era la parte más difícil, el ave se resistía, cerraba el pico, devolvía los petardos que ya había introducido, regurgitaba, en fin. Casi siempre terminaba por introducir unos diez mini cartuchos de T.N.T dentro del pico piante de la criatura.

Finalmente, venía la parte crucial del cuento. Sacaba del bolsillo de uno de mis primos la caja de fósforos que había robado hace unos momentos desde la cocina de la casa. Encendía un fósforo, lo sostenía en mi mano, mis primos y yo no quitábamos la vista de la maravillosa llama que bailaba sobre el delicado palillo de madera, mientras mi mano iba bajando hasta llegar a la mecha saliente del pico del animal. Una vez allí, ésta se encendía, comenzaba a chispear y a sesear, señal para que mis primos salieran corriendo a esconderse tras unos arbustos. Yo siempre me quedaba quieto, sin respirar, como una estatua, como el único testigo presencial de un momento sublime. Ese momento sin respiración se hacía eterno, pero siempre era interrumpido por el estallido cuasi mortal de los pequeños cartuchos. Digo cuasi porque la mayoría de las veces el pájaro no moría, pero sí resultaba con heridas graves y con parte de su cuerpo mutilado. Mis primos al escuchar la tronadura se acercaban al barril para presenciar el espectáculo del día. Casi siempre vomitaban al ver al ave ensangrentada y terminaban por entrarse a la casa. Yo ni siquiera pensaba en ellos, todo lo que pasaba por mi mente esos momentos era esa criatura moribunda sobre el barril. Después de unos segundos de contemplación, tomaba el calcetín, introducía dentro de él al pájaro aún con vida, lo hacía llegar hasta el fondo, cerraba con mi mano el otro extremo de la calceta, sintiendo el peso del cuerpo del ave al pendularse dentro de ella. Luego, sin pensarlo dos veces, azotaba con todas mis fuerzas a la criatura contra el barril, una y otra vez, luego contra el suelo, contra un árbol y así hasta cansarme. Al poner el calcetín delante de mis ojos, lo más excitante era contemplar en silencio la sangre que fluía entre el algodón. Gota tras gota esperaba hasta que el ave se secara por dentro para al fin lanzar el calcetín, con el cadáver dentro, al techo de la casa. De eso hace veinte años.

Hoy caminando por las calles de Santiago, escuchando mi IPOD y sin rumbo conocido, vuelvo a sentirme como cuando lanzaba el calcetín al techo de mi casa…todopoderoso.


Extracto de "Alma... 100% carne". Autor Dey (Luis Aylwin)